Mi participación en el VadeReto de Mayo.
Género: Terror. Protagonista: un animal. Tema: horror animal.
—Señora, ahí está otra vez ese animal del demonio.
A través de la puerta de cristal de la cocina, Estela se asomó al pequeño patio de servicio. Sobre el techo del cuarto donde dormía Jovita, su ayudante doméstica, había un bulto negro, erizado, con unos ojos amarillos relampagueantes que la miraban mientras profería un maullido prolongado, fuerte, ronco…
—Hiela la sangre patrona. Cada noche es lo mismo. Creo es una hembra, tiene los pechos abultados, como si estuviera amamantando.
—No hagas caso Jovita. Ya se cansará. No pasa nada.
—Pero…
—¡Que no pasa nada, no seas estúpida!
Jovita torció la boca en desagrado, menos mal que su patrona no se dio cuenta.
El viernes, mientras su empleada le hacía el desayuno, Estela le pidió que no se fuera a su pueblo, como lo hacía cada fin de semana.
—Mira, si te quedas te pago triple —le ofreció con un atisbo de esperanza en sus cansados ojos de vieja.
—Lo siento patrona, debo ir a ver a los míos. Además, me vendrá bien el descanso porque ese animal me tiene muy desvelada.
A las seis de la tarde, pesarosa, Estela vio partir a Jovita. Pensó que debió haberla obligado a quedarse. Quizás hubiera bastado amenazarla con despedirla. Después bajó a la cocina para prepararse un té de tila para los nervios mientras fuertes maullidos y bufidos le llegaban desde fuera.
—¡Vete! ¡Ya me tienes harta! —gritó Estela acercándose a la puerta, con la taza de agua caliente en una mano y la bolsita de té en la otra. Con un movimiento inesperado y violento, el felino saltó desde el techo del cuarto hacia el piso sin dejar de clavarle la mirada. Estela, respingó y dio un paso hacia atrás. Parte del agua caliente se derramó y le salpicó las piernas sacándole un grito. El animal maulló aún más fuerte y golpeó repetidamente el cristal, arañándolo. Asustada, Estela abandonó la cocina dejando el té a medio preparar.
Esa noche ya no cenó nada con tal de no bajar. Se despertaba a cada rato y aguzaba el oído. Fue solo hasta la madrugada que hubo paz.
El sábado por la mañana, desvelada y hambrienta, marcó a la cafetería del barrio y pidió un croissant y un latte. Mientras recibía la comida, sintió que algo pasaba, veloz, entre sus piernas. Miró hacia atrás y le pareció que una sombra oscura subía las escaleras.
—¿Vio eso? —le preguntó alarmada al repartidor, quien negó con la cabeza.
Intranquila decidió desayunar en el elegante comedor que no usaba mas que en contadas ocasiones. Del piso superior no se escuchaba ruido alguno. «Quizás lo imaginé» —pensó, y deseó con todas sus fuerzas que Jovita regresara anticipadamente.
Más tarde tuvo que subir a su habitación. Al entrar, un olor a amoniaco le confirmó sus sospechas, el animal se encontraba dentro de la casa y se había meado sobre su cama. Se le aceleró el corazón. Abrió el clóset y sacó un palo de golf de su difunto marido. Pensó en salirse, irse a un hotel, al menos hasta que llegara Jovita el lunes; sin embargo, la idea le chocaba. ¿Cómo iba a poder más esa bola de pelos que ella? No se iba a dejar correr tan fácil. Envalentonada y blandiendo el palo de golf, fue de cuarto en cuarto, moviendo, no sin dificultad, los pesados muebles, abriendo puertas y armarios, corriendo las gruesas cortinas, sin encontrar nada.
Conforme pasaban las horas del día y se instalaba la tarde, sintió que ya no podía más con la angustia. Buscó su móvil, pero estaba descargado, así que lo puso a cargar. Luego quiso marcar al número de Protección Civil por el teléfono fijo, pero el aparato que había funcionado bien en la mañana, ahora parecía muerto. Revisó la instalación y con horror encontró los cables mordisqueados. Sudó frío.
Aterrorizada, decidió encerrarse en otra habitación para estar a salvo y al menos poder echarse sobre una cama limpia. Tras revisar todo, puso llave a la puerta. Seguramente no pegaría un ojo, todo su ser estaba en alerta. Eran las nueve de la noche cuando escuchó maullidos furiosos, que por momentos parecían los gritos de un ser humano poseído por algún espíritu maligno. También oyó ruido de cosas estrellándose contra el piso. ¡Su vajilla de Limoges! ¡Sus copas de cristal de Bohemia! No podía creer que su casa estuviera bajo asedio. Desesperada, tomó el móvil a medio cargar y marcó un número.
—No sé si me recuerde, soy la señora de Farallón 24, lo llamé la semana pasada, el domingo. Le di una bolsa amarilla, y le pedí que la tirara en algún sitio lejos. ¿Se acuerda? ¿Sí? ¡Qué bien! Mire, necesito que regrese a donde la tiró y vea si me la puede traer de nuevo. ¿Qué? ¿No recuerda el lugar? ¡Haga memoria por favor! ¿Qué tenía la bolsa? Eran unos cachorros de gato, recién nacidos. Sí, estoy consciente de que no han de haber sobrevivido, pero aun así, quizás alguno este vivo. ¿Bueno? ¿Bueno?
¡El desgraciado taxista le había colgado! Fue entonces cuando una pata negra y peluda se asomó por debajo de la puerta. La memoria es extraña, en los momentos menos propicios nos recuerda cosas. Estela recordó cómo el domingo anterior, en un rincón del patio grande, había descubierto a la gata y a sus recién paridos hijos. De entre la camada, Estela había tomado a un cachorro blanco con manchitas negras. La mamá la dejó hacer, parecía bastante mansita. Mientras ella pensaba qué hacer con tantos gatos, la madre se dedicaba a lamer a sus pequeños con amorosos lengüetazos. Nada que ver con el engendro que ahora quería pasar por debajo de su puerta.
Vio con horror cómo, tras la pata, siguió parte del cuerpo. Parecía una mancha negra extendiéndose por el piso. ¡El palo de golf! Lo buscó sin encontrarlo. Se estremeció. La mancha se hacía más grande mientras la gata iba metiéndose a su cuarto en un movimiento imposible, aun para el flexible cuerpo de un felino. En poco tiempo estaba dentro, magnífica, incluso parecía más grande, como una pantera. Sus ojos amarillos estaban fijos en ella. Estela temblaba como una hoja, quiso gritar para que alguien la auxiliara, pero su garganta fue incapaz de articular sonido alguno. El animal maulló retándola, reclamándole por sus hijos. De nada sirve arrepentirse tarde por las malas decisiones. Se oyó un sonido de flecha rasgando el aire. Estela alcanzó a ver a la gata saltando sobre ella y cerró los ojos.
El lunes por la mañana Jovita se encontró una escena espeluznante, su patrona tirada sobre un charco de sangre, con cortes profundos en todo el cuerpo y la cara semi-devorada. No quiso averiguar si estaba muerta, que era lo más seguro. Se santiguó. No tenía que avisar a nadie, pues Estela no tenía familia. Jovita se fue directo a la policía.
Autor: Ana Laura Piera.