
A Mario lo arrinconaron dos tipos y le exigieron todo lo que trajera encima. Era hora pico en esa estación subterránea del metro de la Ciudad de México y estaba atestada. Algunos usuarios se dieron cuenta de lo que pasaba, pero prefirieron no intervenir, nadie quería meterse en problemas. Mario tenía escasos dos años de vivir en la monstruosa ciudad, y ya sabía que estos robos eran comunes, así que solo traía el dinero necesario para el billete de camión que lo acercaría a casa y dos taquitos de los que vendían afuera de la estación y que le gustaban mucho pues le recordaban los que hacía su abuela en el pueblo.
—¿Nada más veinte pesos pendejo?—dijo uno de los asaltantes, un gordo corpulento de pelo chino, con la frente perlada de sudor, mientras le ponía el arrugado billete frente a los ojos. —Sí, lo siento. Es todo lo que traigo —¡Chale! ¡Que pinche robo más jodido, ni siquiera trae teléfono! ¡Pinche muerto de hambre! —dijo el otro maleante tras cachearlo. Este tenía una horrible cicatriz que le atravesaba la cara horizontalmente a la altura de la boca. Chasqueando la lengua y escupiéndole a los pies con desprecio comenzaron a alejarse. Pero la voz de su víctima los hizo voltear:
—¿No me podrán dejar siquiera cinco pesos para el camión?
Los dos hombres se pararon en seco, voltearon, cruzaron miradas y sonrieron malévolamente. Mario supo en ese instante que había cometido un grave error. Sintió la mordida del miedo y el corazón le empezó a martillear el pecho. En un segundo estaban sobre él. —¡Enséñale a este imbécil «Guasón!» —dijo el gordo, al tiempo que su compañero sacaba una pistola. —¡No! ¡Perdón! Per… —la voz desesperada de Mario se fue apagando a la par que el «Guasón» le daba de golpes en la cabeza con la empuñadura. Brotó la sangre y el cuerpo se fue resbalando lánguido hacia el frío piso. Detrás de ellos se abrió la puerta de uno de los vagones y los bandidos se hicieron camino violentamente para poder abordarlo; iba a reventar y las nalgas del gordo impedían el cierre de puertas; el «Guasón» tuvo que jalarlo con fuerza para que entrara por completo. Se oyó la señal y el metro se alejó con su carga humana envuelta en una bruma espesa de sudores y olores nauseabundos.
Un alma caritativa pasó, y viendo que no sería mucho esfuerzo pues se trataba de un hombre delgado; empujó de un tirón el cuerpo de Mario contra la pared, para evitar que le aplastaran. Tardó unos quince minutos en recobrar el conocimiento. Se tocó la cabeza y sintió su pelo lacio nadando en charquitos húmedos. Veía todo borroso. «Debe ser por los golpes. ¡Pero qué hijos de puta…!» —pensó— Y ahí se quedó todavía un rato más hasta que sintió que ya podía levantarse. Enfocaba mejor, sin embargo, había algo raro, no podía ver los rostros de las personas. Veía los cuerpos, la ropa, pero no distinguía las facciones.
De repente la gente que se encontraba en los andenes y otras áreas comenzaron a mirar las pantallas de publicidad. El tren llegaba y vomitaba usuarios, mas se iba casi vacío: todos miraban la película pornográfica que unos «hackers» acababan de poner en el sistema. Algunas personas grababan divertidas con sus móviles. Mario también la vio, era una escena donde el hombre tomaba a la mujer por detrás a un ritmo frenético mientras le acariciaba los pechos bamboleantes, él gemía ruidosamente y su amante le contestaba con gemidos aún más escandalosos. Adolorido, Mario observaba la escena sorprendido, veía los cuerpos, el movimiento, mas ningún rostro.
Él no lo sabía, pero los golpes propinados le habían causado agnosia facial. En ese momento no pudo reconocer que la protagonista del video era su esposa, que durante algún tiempo, tras su llegada a la gran ciudad, se había dedicado en secreto a la industria pornográfica para completar el ingreso familiar. El video fue detenido abruptamente y se escuchó una voz aséptica por el sistema de sonido: «Sentimos mucho las molestias causadas. Lo que acaba de pasar es producto de un acto vandálico, acabamos de detener a los responsables que serán remitidos a la policía» El anuncio de un perfume irrumpió en las pantallas y se escuchó un suspiro nostálgico por parte de todos los usuarios; luego cada quien regresó a lo que estaba haciendo. A Mario una mujer le regaló unas toallitas húmedas para limpiarse la sangre y cinco pesos para poder regresar a casa. Nunca pudo recobrar la habilidad de ver rostros y tampoco supo nunca que aquel robo había salvado su matrimonio.
Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla
Esta historia está inspirada en un hecho real Proyectan video porno en pantalla del Metro CDMX; acusan acto de vandalismo (eluniversal.com.mx)
Si te gustó compártelo, si ves algún error indícamelo. Cualquier comentario es bienvenido. ¡Gracias por leer!