La Barca.

Y como aún no termina noviembre, les dejo este cuento inspirado en la siguiente imagen:

Pensé que la muerte era otra cosa: descanso, oscuridad, la nada; no este navegar extraño por la mansión inundada de mis padres, bueno, una versión de ella, porque aunque reconozco el lugar, no está exactamente como lo recuerdo. Hay cosas fuera de sitio, otras ausentes y una luz extraña, como la de un día tormentoso. Me lleva un barquero descarnado, su calavera blanca, que muestra todos los dientes, pareciera estar sonriendo.

Doy un último vistazo al estudio de mi padre, alcanzo a ver la escandalosa mancha de sangre y sesos que quedó en la pared. Siento una extraña satisfacción al imaginarlo entrar en su sitio más sagrado y encontrar este desastre. Nadie podía poner un pie ahí, ni siquiera mi madre que, con flores, trató alguna vez de opacar el obstinado olor a viejo y a tabaco; solo para que las rosas, jazmines y gardenias acabaran afuera, destrozadas, y ella, regañada y haciéndole prometer que jamás lo volvería a hacer. Cuando mamá murió, mi padre debió pensar bastante en ese momento, pues a partir de su fallecimiento, él llevaba una gardenia fresca al estudio y ahí la dejaba hasta que se marchitaba, entonces traía una nueva.

Navegamos con lentitud por el pasillo que desemboca en el hall. Desde la pared, mis antepasados, antes tan tiesos, me siguen con miradas de desaprobación. Mi madre ahora tiene una expresión aún más triste que antes y lágrimas en sus mejillas ajadas.

En el hall, el agua cubre por completo gran parte de la gran escalera de mármol y lame uno de los peldaños superiores, a partir de ahí está seco todo. El esqueleto baja de la barca con agilidad y hace ademán de que tome su huesudo brazo para salir también. Me resisto. Prefiero quedarme en la embarcación, pero al parecer no es opcional, pues este personaje, con un brusco movimiento que me toma por sorpresa, me iza y me acomoda entre sus brazos desprovistos de carne. El contacto de mi piel con sus huesos rígidos y fríos me estremece. Por primera vez pienso en lo que hice en términos de arrepentimiento. ¿Qué me espera?

Y ahí vamos, como recién casados, subiendo la escalera; solo que no hay risas ni miradas cómplices. La luz se va apagando, cae la noche eterna.

384 palabras.

Autor: Ana Laura Piera

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Enamorado -Microcuento

Siendo buzo arqueológico había encontrado tesoros antes, mas nada como ella, y guardó el secreto de su hallazgo. La visitaba a menudo y la grácil estatua, que parecía tener vida, le hablaba al corazón. Se sintió enamorado, decidió que aquella inmersión sería su última, el agua su tumba y ella, su compañera por siempre.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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Mutando por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico (Microcuento)

Imagen tomada de Unsplash / microcuento originalmente publicado en este blog.  

El azul de sus ojos se fundía con el azul del mar y todos los líquidos de los que estaba constituido su cuerpo clamaban por volverse agua salada. La luna llena se reflejaba titilante en las olas y el canto ronco y fuerte que producían con su eterno ir […]

Mutando por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico

AL ABRIGO DEL MAR.

La superficie del mar, con su movimiento ondulante y su color azul claro parecía la piel de un animal marino de dimensiones inconmensurables. Soplaba poca brisa y las olas acariciaban con gentileza la playa, dejando un rastro espumoso que se desvanecía en segundos. A pesar de la relativa calma no le fue fácil entrar en el agua, el chaleco salvavidas francamente le estorbaba. Carlota miraba desde la orilla con cierta aprensión, pero descansó cuando vio a su marido abandonarse al fin al arrullo de las olas.

Ella se quedó viendo sin ver. Sus ojos perdidos en el horizonte mientras desfilaban en su cabeza imágenes de un pasado que se antojaba un mero sueño. Bruno de 25 años, guapísimo, pidiéndola en matrimonio. Ella, muy diferente de la mujer de rostro cansado y ojos tristes que era ahora. Siempre había sido muy atractiva, pero la belleza viene con fecha de caducidad y su pérdida se acelera ante la ausencia crónica de alegrías. Recordó también aquel salón de tango en su natal Buenos Aires; donde ambos gustaban de pasar las noches de viernes ebrios de música y vino, para luego rematar en el lecho de casados donde Bruno le había hecho el amor infinidad de veces. Tantos recuerdos. ¿Habían sucedido realmente? ¿Había existido otra vida antes de ese suceso que marcó sus destinos para siempre?

Bruno se había puesto un equipo de esnórquel. Flotaba en medio de agua color turquesa, taladrada aquí y allá por rayos de luz. Vio hermosos peces pintados de arcoíris, otros menos llamativos, pero interesantes, como el banco de pececillos diminutos que lo envolvió de repente. Sus lomos plateados reflejaron la luz del mediodía y le pareció encontrarse en medio del resplandor de algún tesoro perdido. Observó pequeñas rayas que se esforzaban en esconderse en el vientre arenoso del lecho marino para no ser descubiertas. Su esfuerzo era vano pues nada tenían que temer del hombre que en aquel momento deseaba fervientemente dejar de ser carne, piel y huesos para convertirse en escamas, branquias, arena y agua. Dejar de ser Bruno Fernández y convertirse en parte del universo acuático de una vez y para siempre. Se ensimismó tanto que logró que se ausentara el tenaz recuerdo de aquel horrible día, cuando frente a la Plaza de Mayo quedó roto entre las ruedas de un camión que le robó la mitad de su cuerpo y la voluntad de vivir.

Tras un par de horas que a él le parecieron apenas unos cuantos minutos, su exploración se vio interrumpida por los gritos de su mujer que le urgía a acercarse a la orilla. Con pesar braceó hacia la playa hasta tocar el fondo con sus piernas muertas. Con sus brazos, y con movimientos torpes y lastimosos de su cuerpo logró salir. Lejos del cobijo del agua, Bruno fue otra vez, dolorosamente consciente de su condición de parapléjico. Carlota lo esperaba junto con dos desconocidos que amablemente se habían ofrecido a ayudar. Lo subieron a su silla de ruedas y lo trasladaron a la vereda del hotel que los llevaría a su habitación. Carlota no podía verlo, aunque lo intuía: de los ojos de Bruno manaban lágrimas que, como las rayas que viera, se camuflaban con las gotas saladas que chorreaban de su cabeza.

La noche escogida la playa estaba desierta, y ante la ausencia de luna parecía boca de lobo. El aviso de tormenta y mar agitado mantenía a casi todos los huéspedes en sus habitaciones, donde el bramido del mar rompiendo, ahora sí, furiosamente contra la orilla, les llegaba atenuado y podían fantasear con una noche tranquila. Nadie los vio, nadie fue testigo del cumplimiento de ese pacto nacido de horas interminables de desesperanza y cansancio: Ocultos en la cortina de agua que caía del cielo, una mujer empujó trabajosamente a un hombre en silla de ruedas por la playa, y cuando la silla ya no pudo avanzar, el hombre se dejó caer y la mujer lo arrastró con dificultad hacia el agua revuelta. Ambos se dejaron llevar por las olas, iban abrazados, despidiéndose de la vida, buscando el abrigo eterno del mar y el descanso del cuerpo y del alma.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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MUTANDO

Cuando mueres en el mar, lo salado se vuelve dulce…

Photo by Nsey Benajah on Unsplash

El azul de sus ojos se volvía uno con el azul del mar y todos los líquidos de que estaba constituido su cuerpo clamaban por volverse agua salada. La luna llena se reflejaba titilante en las olas y el canto ronco y fuerte que estas producían con su eterno ir y venir acabó por hechizarla.

Levantándose de su lugar en la playa caminó lenta pero inexorablemente a la inmensidad acuática. A esa hora de la madrugada la playa estaba desierta y no hubo nadie que fuera testigo de aquel hecho: primero el mar lamió sus blanquísimos pies, pero al probar el sabor de su carne ya no la soltó, jalándola por las piernas con fuerza, la devoró completamente sin que ella opusiera resistencia, pues todo su ser ansiaba fundirse con el océano. “Cuando mueres en el mar, lo salado se vuelve dulce”, alcanzó a pensar al tiempo que mutaba a ninfa marina.

Se alejó impulsándose con su enorme cola hacia las profundidades, mientras en su larga cabellera, extendida cual bandera, se enredaban pequeños pecesitos, caracolas y estrellas de mar. Y ya nunca más volvió a pensar en su vida terrenal y tampoco nadie jamás la extrañó.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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