
Desde muy pequeña intuí la verdad, luego al crecer, la confirmé, pero es hasta ahora que me atrevo a decirla en voz alta, que me permito escribirla y contarla mientras miro una envejecida fotografía. En ella aparecen un hombre alto y guapo, mi padre, una mujer bajita de facciones distinguidas, mi madre, y una niña de aspecto extraño, yo.
Siempre fui muy delgada, pálida y poco agraciada, «defectos» compensados por una aguda inteligencia. Un día, siendo aún una niña y poniéndole crema a mi madre después de su baño, reparé en unas cicatrices que tenía en el vientre y le pregunté sobre ellas. Su respuesta me dejó helada:
—Cuando era joven me sometí a una operación donde extirparon algunas partes de mi cuerpo. Ya no pude tener hijos, por eso te mandamos traer—. Luego clavó su fría mirada en mí. Nunca, nunca repitas a nadie esto que te acabo de decir. Ni la gente de fuera, ni tus tíos o primos deben saberlo. Su tono y actitud me disuadieron de seguir de preguntona, pero mil dudas se alojaron en mi cabeza a partir de ese momento. ¿Acaso era adoptada? ¿De dónde venía yo?
Mis sueños empezaron a ser angustiantes y extraños: me veía saliendo de una máquina después de pasar por una línea de ensamblado. Mi nacimiento en medio de aquel estruendo metálico me despertaba en la madrugada y ya no podía volver a dormir. Cuando mamá vio que descuidaba los quehaceres de casa, me preguntó qué sucedía. Le conté sobre mis sueños. Me miró con fastidio y resignación, como si siempre hubiera sabido que llegaría ese momento desagradable.
—Escucha Lía, alguna vez te dije que te mandamos traer, pues bien, tu madre biológica te abandonó a las puertas de un hospital al otro lado del mundo. Nosotros ya no podíamos tener hijos y una agencia nos envió tu información. Eso fue todo. Es vergonzoso no saber quiénes fueron tus verdaderos padres, tu madre pudo haber sido una prostituta y tu padre un drogadicto, mejor no saber. Ahora, ve y termina de aspirar, y recuerda que hoy toca también regar las plantas, luego me subes un té.
Los sueños no cesaron, sin embargo, procuré no bajar mi rendimiento, ni en casa, ni en la escuela. Si lo hacía, mi madre me reñía y me preguntaba entre lágrimas si ya no la quería. Alguna vez pensé en preguntar a mi padre su versión de los hechos, pero era un hombre tan distante que solo parecía vivir para su trabajo, llegar a casa, tomarse unos tragos y ver televisión hasta quedarse dormido. No hacía ningún esfuerzo por conectar con su mujer o conmigo.
Así crecí, avergonzada de mi origen. Incrustada en una familia que no me quería, pero que me necesitaba para verse «completa». De alguna forma extraña, ellos se sentían inadecuados por no haber podido tener descendencia propia, tanto, que incluso ocultaron este hecho hasta a sus familiares más cercanos.
Ahora escribo todo esto, para ustedes, queridos lectores, y les gustará saber que a mis casi sesenta años, no espero ya encontrar a mi familia biológica, pero he aprendido a estar en paz con el hecho de haber sido adoptada. Triunfé en mi carrera profesional y soy una respetada periodista, me casé y tuve hijos, y aunque en algún momento pensé en ocultar a mi propia familia mi origen, recapacité. No hay que perpetuar patrones dañinos. Estoy en contacto con otras personas que sufrieron la misma experiencia y entre todos nos apoyamos. Y sobre mi madre biológica, estoy segura de que me amó lo suficiente para dejarme a las puertas de un hospital donde se aseguró que yo fuera encontrada.
Elijo creer que soy hija del amor.
Autor: Ana Laura Piera
Nota: no es historia autobiográfica, sino pura ficción.