¿Dónde habitan los dioses?

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El arquitecto principal del Templo de la Luna hablaba dormido, y reveló sin querer el pasaje secreto que llevaba directamente a la cámara sagrada. Itzel tenía una petición para la Diosa, y tras varias noches de escuchar balbucear a su padre en sueños, reunió la información que necesitaba.

La noche elegida, desde la puerta de su casa, vislumbró la colosal silueta del basamento que se recortaba a la tenue luz del cielo nocturno y hacia allá se encaminó. La chica conocía ya la rutina de los guardias, gracias a muchas horas de observación previa, por lo que pudo burlarlos con relativa facilidad. Encontró el acceso al edificio y se introdujo en las entrañas de piedra sin que nadie lo advirtiese.

Al principio se vio envuelta en tinieblas, pero al acostumbrarse sus ojos, pudo percibir un resplandor fantasmal emitido por un mineral luminiscente incrustado a intervalos en las paredes de roca, estos marcadores señalaban una angosta vía que la llevaría al recinto más importante. Mientras la seguía, notó que el camino iba en descenso, más abajo del nivel del suelo.

El corazón de Itzel latía furiosamente, si la encontraban, ella y su familia estarían automáticamente condenados a una muerte lenta y cruel. Solo a los varones de las jerarquías religiosa y gobernante se les permitía el acceso, y únicamente en fechas muy específicas para realizar rituales de fertilidad. Aún más preocupante que la ira de los hombres, era hacer enojar a la Diosa. ¿Cómo tomaría la Luna su atrevimiento?

Notó que el mineral luminiscente ahora aparecía a menor distancia uno de otro, aumentando la claridad. También empezaron a aparecer «guardianes» de piedra: estatuas de guerreros de tamaño natural que la miraban pasar con ojos pétreos y actitud impasible. El estrecho camino desembocó en una enorme galería inundada de un líquido blanco-plateado; por su padre, sabía que se trataba de mercurio, un metal muy preciado que traían de tierras lejanas en forma de polvo y que luego era tratado hasta convertirlo en un líquido de propiedades raras. Debió haberles llevado mucho tiempo y esfuerzo reunir la cantidad suficiente para poder crear aquel «lago» del cual emergían rocas que parecían montañas. Su mirada se paseó por el recinto y todo él estaba tapizado de puntitos fosforescentes que semejaban el firmamento de noche. Había una monumental media luna tallada en el techo presidiendo aquel extraordinario conjunto, pero no había ninguna presencia. Aquel lugar maravilloso se sentía vacío.

El regreso le resultó más difícil, pues iba cuesta arriba. Itzel no dejaba de pensar en lo fútil que resultaba la construcción de aquel magnífico santuario si la Diosa no lo habitaba. Reflexionó que si la Luna estaba en el cielo quizás era un error pretender que «viviera» bajo la tierra. Cuando emergió del edificio y logró evadir la guardia por segunda vez, se dirigió a su casa, iba triste y desconcertada. Una vez en su habitación, enterró la cara en el lecho y lloró con lágrimas amargas al sentir que su fe se tambaleaba.

A la siguiente noche de luna llena, la joven se escabulló al campo y se sentó a esperar a que el cielo se despejara un poco para ver al astro. Por fin, los jirones de nubes que le arropaban se disiparon y el círculo de plata apareció con gran esplendor; su luz blanquecina, se posaba suavemente en todo lo que tocaba. Itzel sintió su caricia y confirmó que aquella majestad no podía encerrarse en un recinto hecho por los hombres. La chica le reveló el deseo de su corazón: que Canek regresara sano y salvo. La embargó una sensación de paz muy profunda y supo que de algún modo había sido escuchada.

El día del regreso de los guerreros, Itzel atisbaba ansiosa entre la muchedumbre por si lograba distinguir a Canek, y de repente ahí estaba él: venía caminando por su propio pie, lleno de heridas, su noble rostro no revelaba ninguna emoción a pesar de la victoria. Muchos guerreros habían perecido en aquella incursión e Itzel sabía que él estaría triste por los que no habían vuelto. Rodaron por las mejillas de la chica lágrimas de agradecimiento al verle vivo.

La siguiente noche de luna llena, Itzel hizo su propio ritual de adoración y confesó otro anhelo: que Canek fuera su compañero de vida. Ni siquiera tuvo que salir, los hilos de plata entrando e iluminando su cuarto bastaban, la Diosa, sin duda, la escuchaba.

Autor: Ana Laura Piera

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Tlacuache Lunar – Microcuento

En medio de la carretera, el tlacuache a duras penas esquivó el ruidoso camión de cervezas y alcanzó el otro lado. Necesitaba llegar a la seguridad del abedul donde tenía su madriguera. Cual torpe trapecista, caminó por un cable de luz para acercarse a una de las ramas que lo llevaría a su hogar. En un momento dado, su figura se recortó perfectamente en la luna llena que desplegaba esa noche especial.

En otro tiempo y lugar, alguien visualizó la imagen. Era la señal de la que hablaban los libros.

El Guardián sacó su espada. ¡Era hora de cumplir la profecía!

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

Nota: El tlacuache es un mamífero marsupial oriundo de México, conocido también como zarigüeya y deopossum.

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EN LA NOCHE

Mi participación para Va de Reto Agosto 2021: Crear un relato donde la noche sea la protagonista.

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Todas las noches, expectante, he sido testigo de la transformación de la Luna: ayer aún estaba en su fase menguante y hoy es ya un ojo con iris de plata asomado entre las nubes. Su luz blanquecina baña las calles y edificios y le confiere cierta belleza a esta ciudad hostil. De una esquina veo salir a un borracho tambaleándose; yo también tiemblo y me desgarro por dentro, el instinto me dice que vaya a por él, pero lo dejo perderse en las calles desiertas. Nunca sabrá lo cerca que alguna vez le acechó la maldición de la eternidad. Continuará su camino sumido en esa ignorancia feliz.

Desde mi primer cambio no me he alimentado, me es imposible. Reconozco que soy débil. No pertenezco a este mundo de sombras y ya no puedo regresar a lo que era. Un aullido lejano me llena de alegría. ¡Por fin! En otro tiempo y en otra vida me hubiera helado la sangre, pero hoy me dirijo hacia él sin temor.

Ahora lo veo. Es terriblemente hermoso. Su fornido cuerpo está cubierto por un denso pelaje, es mitad humano y mitad lobo, su mirada es feroz y rojiza, sus colmillos, afilados.

—Pensé que no llegarías a la cita —dice jadeante, todavía adolorido por su reciente transmutación.

—¡Ayúdame! —acierto a decir con apenas un hilo de voz.

—¿Estás segura? —su voz ahora es firme, imponente y ansiosa. Sus fosas nasales se ensanchan llenándose con mi olor.

—Sí.

Se abalanza sobre mí y con sus potentes fauces me inmoviliza. En una de sus garras lleva una estaca de madera que clava con fuerza en mi pecho y que atraviesa mi corazón.

Soy libre.

Desde otro plano observo al hombre lobo devorar a la vampira. El rostro pálido y helado, ya carece de expresión. Escucho el ruido seco de la espina dorsal al partirse en dos, mas yo ya no estoy ahí. Me elevo libre y la noche me recibe en sus negros brazos.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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