EL DILEMA DE ROBBY

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Sus pequeños ojos, dos luces azuladas, subían y bajaban de intensidad sobre mí, escudriñándome.

Saqué mi tableta para escribir el diagnóstico final sobre Robby.

Se incorporó. Había estado acostado sobre el diván diciéndome todos los detalles de su existencia. Estaba acostumbrada a escuchar la retahíla: «Mis humanos esto, mis humanos lo otro…» Robby era un robot doméstico y le empezaban a molestar cosas como el tono de voz de sus jefes, la naturaleza de sus labores y palabras como «injusticia», «enojo» o «abuso», empezaban a salpicar su vocabulario, lo cual era algo inusual y preocupante.

Después de tres sesiones de lo mismo, mi consejo como experta en robo-psicología era que fuera destruido. Claramente su cerebro estaba dañado. Durante mi práctica profesional pocas veces me había encontrado frente a robots «rebeldes», era un fenómeno que aún no se explicaba muy bien.

Robby pareció percibir su inminente destino.

—Dra. Morante, ¿puedo saber lo que va a recomendar?

Siempre me maravilló la naturalidad ya alcanzada en las voces robóticas, la suya era suave y agradable.

—No. Lo siento, Robby.

—Perdone, pero no quisiera que me considerara un caso perdido.

—¿Por qué crees que puedo pensar eso, Robby?

El robot dirigió su mirada azul a sus pies y luego a mí antes de contestar.

—Estoy consciente de que quejarme tres veces seguidas es una irregularidad.

—Así es, Robby. Tu cerebro debe estar funcionando mal. Lo siento.

—¡Es que son tan molestos! —dijo, refiriéndose a sus dueños.

Tuve un momento empático. Quizás fue su actitud, su tono de voz que reflejaba tanto sinceridad como desesperación. Me recordó a mí misma en la casa de mis padres.

—Mira, Robby. Los humanos somos seres de emociones complejas y ustedes fueron creados para no tenerlas. En tí empiezo a ver un patrón problemático. ¿Entiendes?

—Sí

—Recomendaré un «reinicio» completo de tu cerebro robótico, pero si eso no ayuda tendrás que ir a reciclaje.

El robot volvió a fijar sus ojos azules en mí.

—Entiendo.

—Perfecto.

Me vio escribir el mensaje y me observó atento mientras le daba «enviar».

—Espero que pase mucho tiempo antes de verte de nuevo por aquí —le dije.

Robby se incorporó. Su cuerpo de fibra de carbono color metálico de dos metros de altura apenas hizo algún ruido. Hizo una ligera inclinación de cabeza. Alcancé a ver su avanzado cerebro a través del armazón transparente que lo cubría. Era como asomarse a un rincón del universo, con una miríada de estrellas titilando. Una pieza excepcional de ingeniería, y sin embargo, estaba fallando.

—Dra. ¿Me permite decir algo más antes de irme? —asentí—. Me parece injusto que por un error humano deba yo ser destruído. En todo caso también se debería sancionar de alguna manera al ingeniero que se equivocó en mi programación o al que diseñó mal mi cerebro. —Calló abruptamente al darse cuenta de que había cometido un grave error—. Bueno, no me haga caso, ya sabemos que mi unidad cerebral está defectuosa. Seguramente después del «reinicio» estaré de lo más normal.

Una vez que Robbie abandonó el consultorio, regresé a mi tableta y escribí de nuevo:

«Desechar mensaje anterior. Recomiendo destruir a la unidad 4876bc3 modelo Rby2. Además de presentar indicios de malestar ante órdenes humanas, pareciera también estar en desacuerdo con la primera Ley Robótica de no hacer daño a los seres humanos.» Adela Morante, Lic. en Psicología Robótica.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

Nota:

Las tres leyes de la robótica de Asimov son un conjunto de normas elaboradas por el escritor de ciencia ficción Issac Asimov que se aplican a la mayoría de los robots de sus obras y que están diseñados para cumplir órdenes.

Primera Ley: Un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.

Segunda Ley: Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley.

Tercera Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley.​

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EL ENFERMERO

Photo by Dim Hou on Unsplash

Vestido con mi mono de enfermero al que llevo prendido un gafete de identificación falso, me siento un fraude ambulante recorriendo los pasillos de este enorme complejo hospitalario. Procuro imprimir a mis pasos una urgencia que logre convencer a los demás de que tengo un propósito y así evitar que me hagan preguntas incómodas que sé muy bien que no podré responder.

El truco ha funcionado, mi caminar enérgico, mi mirada de determinación, mi presencia constante han logrado al fin que el personal me vea como uno más de los suyos. Me he librado de sus miradas recelosas pero no de mi problema, si no fuera por eso todo sería perfecto.

Tras incontables horas de observar y escuchar atentamente todo a mi alrededor, he ido absorbiendo la jerga médica e incluso he realizado algunos procedimientos sencillos con éxito: suturas e inyecciones, he dejado de pensar que soy un fraude y fantaseo con que en verdad fui a la Facultad.

Casi no recuerdo ya cómo era mi vida antes: vagar en las calles, buscar en la basura, drogarme. Cuando me llegan esos pensamientos los ahuyento. Me anima mucho que el Gastroenterólogo, el Dr. Cortes, me salude siempre y yo procuro estar al pendiente para lo que necesite: llevarle un café, preparar a un paciente, ayudarlo con el interminable papeleo ¡hay mucho que hacer en este hospital!

Hoy el Dr. Cortes me ha pedido que lo asista en una apendectomía. Casi no lo puedo creer ¡mi primera cirugía! Estoy emocionado y feliz de seguir aprendiendo. Me daré una vuelta por Psiquiatría, tan sólo necesito aprender qué medicamento tomar para que desaparezcan mis alucinaciones. Ya no puedo posponerlo, estoy convencido de que los pacientes merecen lo mejor, tengo actitud y ganas, si me lo propongo podré hacer la transición a médico y ¿porque no? quizás llegar a ser un gran cirujano.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla.

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EL ROBO

Photo by Eddi Aguirre on Unsplash

A Mario lo arrinconaron dos tipos y le exigieron todo lo que trajera encima. Era hora pico en esa estación subterránea del metro de la Ciudad de México y estaba atestada. Algunos usuarios se dieron cuenta de lo que pasaba, pero prefirieron no intervenir, nadie quería meterse en problemas. Mario tenía escasos dos años de vivir en la monstruosa ciudad, y ya sabía que estos robos eran comunes, así que solo traía el dinero necesario para el billete de camión que lo acercaría a casa y dos taquitos de los que vendían afuera de la estación y que le gustaban mucho pues le recordaban los que hacía su abuela en el pueblo.

—¿Nada más veinte pesos pendejo?—dijo uno de los asaltantes, un gordo corpulento de pelo chino, con la frente perlada de sudor, mientras le ponía el arrugado billete frente a los ojos. —Sí, lo siento. Es todo lo que traigo —¡Chale! ¡Que pinche robo más jodido, ni siquiera trae teléfono! ¡Pinche muerto de hambre! —dijo el otro maleante tras cachearlo. Este tenía una horrible cicatriz que le atravesaba la cara horizontalmente a la altura de la boca. Chasqueando la lengua y escupiéndole a los pies con desprecio comenzaron a alejarse. Pero la voz de su víctima los hizo voltear:

—¿No me podrán dejar siquiera cinco pesos para el camión?

Los dos hombres se pararon en seco, voltearon, cruzaron miradas y sonrieron malévolamente. Mario supo en ese instante que había cometido un grave error. Sintió la mordida del miedo y el corazón le empezó a martillear el pecho. En un segundo estaban sobre él. —¡Enséñale a este imbécil «Guasón!» —dijo el gordo, al tiempo que su compañero sacaba una pistola. —¡No! ¡Perdón! Per… —la voz desesperada de Mario se fue apagando a la par que el «Guasón» le daba de golpes en la cabeza con la empuñadura. Brotó la sangre y el cuerpo se fue resbalando lánguido hacia el frío piso. Detrás de ellos se abrió la puerta de uno de los vagones y los bandidos se hicieron camino violentamente para poder abordarlo; iba a reventar y las nalgas del gordo impedían el cierre de puertas; el «Guasón» tuvo que jalarlo con fuerza para que entrara por completo. Se oyó la señal y el metro se alejó con su carga humana envuelta en una bruma espesa de sudores y olores nauseabundos.

Un alma caritativa pasó, y viendo que no sería mucho esfuerzo pues se trataba de un hombre delgado; empujó de un tirón el cuerpo de Mario contra la pared, para evitar que le aplastaran. Tardó unos quince minutos en recobrar el conocimiento. Se tocó la cabeza y sintió su pelo lacio nadando en charquitos húmedos. Veía todo borroso. «Debe ser por los golpes. ¡Pero qué hijos de puta…!» —pensó— Y ahí se quedó todavía un rato más hasta que sintió que ya podía levantarse. Enfocaba mejor, sin embargo, había algo raro, no podía ver los rostros de las personas. Veía los cuerpos, la ropa, pero no distinguía las facciones.

De repente la gente que se encontraba en los andenes y otras áreas comenzaron a mirar las pantallas de publicidad. El tren llegaba y vomitaba usuarios, mas se iba casi vacío: todos miraban la película pornográfica que unos «hackers» acababan de poner en el sistema. Algunas personas grababan divertidas con sus móviles. Mario también la vio, era una escena donde el hombre tomaba a la mujer por detrás a un ritmo frenético mientras le acariciaba los pechos bamboleantes, él gemía ruidosamente y su amante le contestaba con gemidos aún más escandalosos. Adolorido, Mario observaba la escena sorprendido, veía los cuerpos, el movimiento, mas ningún rostro.

Él no lo sabía, pero los golpes propinados le habían causado agnosia facial. En ese momento no pudo reconocer que la protagonista del video era su esposa, que durante algún tiempo, tras su llegada a la gran ciudad, se había dedicado en secreto a la industria pornográfica para completar el ingreso familiar. El video fue detenido abruptamente y se escuchó una voz aséptica por el sistema de sonido: «Sentimos mucho las molestias causadas. Lo que acaba de pasar es producto de un acto vandálico, acabamos de detener a los responsables que serán remitidos a la policía» El anuncio de un perfume irrumpió en las pantallas y se escuchó un suspiro nostálgico por parte de todos los usuarios; luego cada quien regresó a lo que estaba haciendo. A Mario una mujer le regaló unas toallitas húmedas para limpiarse la sangre y cinco pesos para poder regresar a casa. Nunca pudo recobrar la habilidad de ver rostros y tampoco supo nunca que aquel robo había salvado su matrimonio.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

Esta historia está inspirada en un hecho real Proyectan video porno en pantalla del Metro CDMX; acusan acto de vandalismo (eluniversal.com.mx)

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LA COPA

Aceptó gustoso la copa que Amanda le ofrecía. Después de tanto pleito y desencuentro con ella, ahora parecía querer firmar la pipa de la paz. «Finalmente la terminé de domar» —pensó muy ufano—.

Mientras bebía, la veinteañera comenzó a desnudarse lentamente. ¡Cómo deseaba aquel cuerpo firme y hermoso!, le hacía sentir vivo. Además le gustaba saborear las miradas de envidia que despertaba cuando aparecía con ella a su lado. Estaba orgulloso de haberla conquistado a pesar de ser un viejo decrépito.

Apuró el trago y Amanda le volvió a llenar la copa. Ya estaba desnuda por completo y él sonreía como un bobo. Anticipando la boca de la chica en su sexo, intentó quitarse el pantalón. Una punzada en el estómago se lo impidió, y luego otra, y otra, todas más fuertes y feroces que la anterior. Ella comenzó a vestirse nuevamente… esta vez, de negro.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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VIAJE FRUSTRADO

Cuento corto, original.

Photo by cottonbro on Pexels.com

Cuando Ángela abrió la puerta del cuarto, el olor a borracho le golpeó la nariz, «otra vez regresó tomado» pensó. Enojadísima, aventó su bolsa a la cama, la cual aterrizó justo en la cara de Rogelio, quien anestesiado como estaba por tanto tequila, ni sintió el golpazo. La televisión estaba encendida y se veía un partido de futbol donde uno de los equipos estaba dando una paliza al rival y los gritos de ¡Goool!, se escuchaban a cada roto. Buscó el control del aparato y activó el «mute».

Entró al baño y se encontró con el desastre habitual: calzones tirados, sandalias de baño desperdigadas, el bote de basura hasta el copete. Aquello era demasiado. Miró la imagen maltratada y seca que le devolvía el espejo, se concentró en las arrugas y en los ojos cansados y sin brillo, «¿quién es esta?», pensó con amargura «¿dónde quedé yo?».

De regreso en la recámara intentó mover el cuerpo inerte de Rogelio para poder acostarse, pero no pudo. «Desgraciado, tendré que dormir otra vez en el sofá». Tras de sí dejó el uniforme de enfermera y en pantaleta y sin brasier, se dirigió al cuarto de la computadora. Primero había pensado en acostarse, se sentía cansadísima después de una dura jornada en el hospital donde trabajaba, pero decidió que al menos checaría su buzón de correo electrónico. Tenía ocho mensajes, casi todos intrascendentes, el único que le llamó la atención era uno que decía: «Reunión Familiar», lo leyó con avidez y sonrió.

La luz del día la despertó sin misericordia. En el cuarto de la computadora no había cortina así que el sol no pedía permiso para entrar. Ángela recordó el e-mail y se levantó rápidamente, tenía que hablar con Rogelio. Este aún estaba durmiendo, pero el portazo que dio Ángela a propósito, lo despertó.

—No la amueles, estoy durmiendo —dijo él con la voz pastosa de quien amanece todo crudo.

— El próximo sábado salgo para Monterrey —dijo ella en tono resuelto.

— ¿De qué hablas?

—Recibí un correo de mi primo Gustavo, toda mi familia se reunirá en Monterrey, todos, hasta la tía Doris que vive en Mérida, no puedo faltar. Gustavo guardó silencio unos segundos y luego volviéndole la espalda a Ángela dijo:

—No puedes, no tenemos dinero.

—No me importa, daré el tarjetazo, ya hice la reservación anoche. Gustavo ya no dijo nada y minutos después Ángela lo escuchó roncar de nuevo.

La perspectiva del viaje era emocionante, salir de la rutina, dejar de aguantar aunque fuera por unos días a su esposo. También se sorprendió varias veces fantaseando con no regresar. El lunes pidió permiso en su trabajo para ausentarse el fin de semana y se lo concedieron. El martes comenzó a planear lo que iba a empacar y ese mismo día por la noche un cambio extraño se operó en Rogelio, cuando Ángela llegó de trabajar lo encontró sentado en la sala en vez de tirado en la cama.

—¿Ya cenaste?, mira que preparé un espagueti, no quedó muy bueno, pero si tienes hambre…

Aquello era algo inédito, el espagueti sí estaba horrible, pero el simple hecho de que el fardo de Rogelio hiciera algo ya era mucho decir. El miércoles le habló al hospital:

—Te invito unos tacos.

Hacía ya tanto que no salían, aunque fuera a echarse unos mugres tacos, que Ángela estaba sorprendida.

El jueves fueron a bailar, entre cumbias y merengues Ángela se sentía en las nubes. El viernes Rogelio la esperó bien despierto, bañado, y perfumado y después de un largo beso hicieron el amor. Por cierto hacía ya tanto que no hacían nada, que Ángela no conocía la sensación de besar al ahora bigotón Rogelio, y por lo espeso del bigote se le figuraba que estaba besando un mapache o algo parecido. Después de hacer el amor Rogelio se portó muy tierno y caballeroso y Ángela empezó a sentirse tan amada y querida como al principio de su relación. De repente la perspectiva del viaje ya no resultaba tan atractiva. ¿Para qué irse a Monterrey y desperdiciar esta buena racha con él?, decidió que no iría a la reunión familiar.

El sábado por la mañana canceló todo y avisó a sus familiares de su ausencia, en vez del viaje organizaría una cena romántica para los dos. Rogelio estaba muy complacido del cambio de planes, Ángela se fue a hacer las compras de la cena y Rogelio dijo que iba a la farmacia a comprar unos condones.

El paquete con las fotos de la reunión llegó pocos días después, Ángela las abrió con tristeza y lloró al ver a toda su familia reunida y feliz, solo había faltado ella. Guardó las fotos en un cajón y se dirigió a la habitación que compartía con su esposo. Tuvo la sensación de estar viviendo un déjà vu:

Cuando ella abrió la puerta del cuarto, el olor a borracho le golpeó la nariz «otra vez regresó tomado» pensó. Enojadísima, aventó su bolsa a la cama, la cual aterrizó justo en la cara de Rogelio, quien anestesiado como estaba por tanto tequila, ni sintió el golpazo. La televisión estaba encendida y se veía un partido de futbol donde uno de los equipos estaba dando una paliza al rival y los gritos de ¡Goool! Se escuchaban a cada roto, buscó el control del aparato y activó el «mute».

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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