
—Dicen que les empezó una fiebre atroz y que otro de los síntomas era sentir un sabor a vinagre en la boca.
Mientras escuchaba a la clienta, el carnicero sacó un trozo de carne del refrigerador.
—¿Cómo la va a querer esta vez, Doña Angustias? —Le mostraba como un trofeo aquel pedazo de músculo y grasa, donde blanco y rosado se combinaban. La mujer casi no puso atención y dio su aprobación con un ligero movimiento de cabeza.
—Molida, por favor. Voy a hacerles un pastel de carne a mis nietos. ¡Ah!, pues le iba diciendo, pareciera que fue epidemia, muchos se enfermaron y fallecieron. ¿No vio que pusieron a los muertos en la plaza de toros, a la espera de ver qué se hacía con los cadáveres? Ya el cementerio estaba a reventar. Teníamos mucho miedo, con tanto calor y humedad los cuerpos no iban a aguantar. El alcalde casi se nos muere de un infarto por la preocupación.
—¿Y qué sucedió después? —Preguntó el hombre, al mismo tiempo que recibía entre sus dedos los blandos y rosados hilos que salían por el molinillo.
—Nadie sabe. Los cuerpos desaparecieron.
—Los habrán llevado a otro lugar a enterrar o a quemar…
—Supongo que sí, pero la gente está molesta. Los familiares demandan saber qué sucedió con los finados. A mí lo bueno que no se me murió nadie.
—Aquí tiene, doña Angustias.
—Oiga Rómulo, la carne tiene un color raro. ¿No?
—Apenas nos la trajeron temprano, está muy fresca y buena. No se preocupe…
Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla