
Mateo entró en la habitación, sus ojos no podían creer el caos que vio: juguetes tirados por todas partes, desorden, la cama sin tender, comida en el suelo. Los culpables de tal desbarajuste no se veían por ningún lado. Hasta que percibió movimiento debajo del lecho.
—¡Salgan y pongan orden en este berenjenal! ¡Ahora!— Había frustración en su voz, siempre era lo mismo con este par.
Primero se asomó la cabeza de Alberto con el rostro hacia el piso, como una tortuga saliendo del caparazón, y al otro lado de la cama, los pies de Estela comenzaron a deslizarse hacia afuera, parecían dos lombrices blancas saliendo de la tierra.
Ambos se incorporaron y en cuanto pudieron, taparon su desnudez con lo primero que encontraron, aunque Mateo ya se había puesto de espaldas para no verlos.
—Recojan todo y guárdenlo en el cajón de los juguetes, y tiendan la cama—, dijo dirigiéndose a la puerta de la alcoba.
Alberto y Estela comenzaron a levantar todo: vibradores, consoladores, bolas chinas, masajeadores y otros artefactos de índole sexual.
—Alberto, falta que te quites el anillo vibrador del pene—, dijo Estela divertida. Alberto sonrió al ver que la pequeña cosa fosforescente seguía ahí y al tratar de quitárselo se prendió haciendo ruido y lanzando luces. Los dos estuvieron a punto de soltar una carcajada.
Desde la cocina el pequeño Mateo, de once años, les gritó a sus padres:
—Cuando terminen se vienen a desayunar, les hice hot cakes.