ROMPECABEZAS

Esa mañana no escuché el despertador que siempre sonaba a las seis en punto. «Malo está el cuento». Traté de adivinar qué partes de mí se habían separado de mi cuerpo durante la noche, ya era una especie de reto: si atinaba me invadía una sensación de euforia, si no, hacía rabieta.

Acerté: el brazo izquierdo, la pierna derecha y ambas orejas estaban perdidas. Debía sentirme ufano, pero lo de las orejas me encabronó. Sin escuchar sería más difícil encontrar mis otras extremidades. Para trasladarme, empecé a dar saltitos sobre la pierna que me quedaba, hasta llegar al baño. Seguro me veía cómico, o más bien, lastimoso y por eso me había dejado Mónica: «No soporto ver que amaneces roto, como muñeco viejo».
El día que Mónica se fue, lloraba histérica mientras señalaba uno de sus horribles zapatos deportivos color violeta obscuro. Dentro se asomaba uno de mis globos oculares, lo había estado buscando por horas y la pequeña cosa se había ido a esconder ahí. Parecía una pelota de golf pegajosa y babeante. Mientras fui a enjuagarlo escuché un portazo y nunca más la vi.

¿Alguna vez intentaron orinar sobre una pierna?, dejé el baño hecho un asco, pero lo que realmente importaba era encontrar mis partes perdidas. A veces me ayudaba la experiencia; a las piernas parecía gustarles esconderse en el cuarto de limpieza, entre escobas, trapeadores y cubetas. Quizás sentían que podían camuflarse ahí con éxito. Siempre sentí eso como una bofetada a mi ego, mis piernas siempre fueron delgadas y huesudas, aunque tampoco era para tanto. La desgraciada pierna estaba en su escondite preferido y me la coloqué, no sin dificultad, ya que solo contaba con un brazo. Ya con mis dos piernas sentí que sería más fácil buscar el resto.

Los brazos eran un poco menos predecibles que las piernas. A veces me los encontraba metidos en el horno de la estufa y me moría de susto. Menos mal que vivía solo y no había niños traviesos que quisieran jugar a «la comidita». Pero esa vez no hubo suerte. Otro lugar que frecuentaban era debajo de la cama… Nada. De repente lo ubiqué: el brazo maldito estaba metido en la vitrina del comedor, entre mis botellas de vino. El muy iluso creyó que no le vería. Me costó trabajo sacarlo pues la mano se asió con necedad de una repisa, forcejeamos un poco, pero finalmente lo logré. Ya estaba un poco más completo, solo faltaban mis orejas.

Cuando lo que se me desprendía era algo pequeño como dedos, ojos u orejas, buscaba primero en el bote de la basura. Me daba terror pensar que pudiera pasar el camión recolector y me quedara sin mis preciados miembros para siempre. No estaban en la basura y busqué entre mis libros, en mi ropa de cama y en mi ropa interior. Volteé al revés y al derecho todos y cada uno de mis calcetines. Lo peor era la sensación de completo aislamiento que daba el no poder escuchar nada.

Al final aparecieron en el cajón de los cubiertos. Me las coloqué y el primer sonido que percibí fue el insistente timbre de mi teléfono, pero no contesté, era de la oficina. Mi asistente estaría frenética tratando de localizarme, debía apurarme o tendría problemas. Entré en la ducha preguntándome qué partes de mí estarían perdidas a la mañana siguiente.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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AUTOR: Ana Laura Piera / Tigrilla.