EL DOMO

Fran y Gabriel perdieron la inocencia el día que llegaron al límite prohibido de la ciudad. Delante de ellos se alzaba la estructura transparente de «El Domo». Sabían que la misma cantidad de kilómetros que se elevaba al cielo, eran los que se incrustaban bajo tierra, haciendo imposible que nada entrase o saliese de la urbe.

El paisaje fuera del Domo era desolador: ni árboles, arbustos o animales, solo la tierra consumiéndose al calor abrasador del sol y cientos de cuerpos humanos secos, recargados en las paredes de la estructura, uno sobre otro, en posiciones extrañas, como insectos que se hubieran querido colar en una lámpara y hubieran perecido en el intento.

Se acercaron fascinados, nunca habían visto algo parecido: cabellos blancos, arrugas, ojos cerrados para siempre. Fran dijo en voz alta lo que Gabriel se preguntaba en silencio. «¿Por qué estaban esas personas ahí? ¿Qué les había pasado?»

De regreso a la ciudad no pudieron borrar de sus mentes la visión de aquellos infortunados. Contrastaban con ellos mismos y sus conciudadanos. No había nadie que tuviera los rasgos deteriorados que vieron. La población dentro del domo tenía la piel lisa, sin arrugas, las carnes turgentes, las miradas llenas de vida. No había cabellos blancos o cabezas desprovistas de pelo. Aquello era muy extraño.

Todo esto les causaba una gran curiosidad, pero no se atrevieron a preguntar nada. Se suponía que nadie debía ir al límite prohibido, los infractores recibían un terrible castigo. No se sabía cuál era la pena, pues en cientos de años nadie había cometido tal crimen. Los dos amigos guardaron silencio sobre aquella visita, pero Fran era el más afectado, se le notaba abstraído y callado. Una tarde Gabriel, fue a buscarlo.

—Creo saber qué pasa — Fran fijó la mirada en su amigo— En esta ciudad nadie muere, por eso quieren entrar aquí, quieren vivir para siempre.

Conocían el concepto de muerte, pues los insectos morían, el ganado que les alimentaba también mas nunca se les había ocurrido pensar por qué ellos no. Había pocos nacimientos, muy controlados. Las personas llegaban a una edad donde el desarrollo se detenía, pero no había decadencia.

—¿Qué será morir? —la pregunta de Fran no iba dirigida a Gabriel sino a él mismo, en voz alta. Algo en su tono de voz, en la forma que lo dijo, hizo que Gabriel se asustara.

No existe la perfección, la infalibilidad es un mito. Si se siembra la duda y el desafío, puede suceder lo impensable.

El día que el Domo se abrió, Gabriel imaginó a Fran violando la seguridad, hackeando los códigos, accediendo a lo prohibido; dando paso al ángel vengativo y exterminador que era la muerte: ojos que dejaban de ver, miembros que perdían la capacidad de sentir y moverse; entrañas desgarradas, cuerpos que se encogían, se arrugaban y se caían a pedazos mientras la vida los abandonaba.

Fran encaró el destino elegido para los habitantes de la ciudad con una sonrisa en su rostro, pero la muerte mordió esa sonrisa dejando una mueca extraña en sus labios antes de hacerlo polvo.

Así terminó sus días el Domo, la ciudad eterna y sus habitantes.

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EL ÁNGEL

Un ser celestial encuentra un motivo para no regresar al cielo.

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El ángel se deshizo rápidamente de toda la parafernalia angelical: alas, túnica, aureola, todo fue a dar a la basura. Y aunque no quería ser más un ángel decidió conservar la cuerda dorada con que anudaba su túnica. Se maldijo por ser tan débil y fue a sentarse a la orilla de la carretera.

Llamó la atención de Perla de inmediato y ¡cómo no!: un hombre hermoso, desnudo, salvo por un resplandor dorado en la cintura. La chica detuvo su auto compacto y bajó el vidrio para hablar con él. Pacientemente le explicó que si la policía lo veía, se lo llevaría preso por faltas a la moral. Le preguntó qué le había pasado y si lo podía llevar a algún lado, pero aquel ser parecía tan desorientado que tomó la decisión de llevarlo a su casa. Hizo todo lo que su madre siempre le había dicho que nunca hiciera, pero algo había en él que le transmitía tranquilidad.

Lo alojó en el cuarto extra que tenía su departamento y le dio algo de ropa de hombre que su ex pareja había olvidado recoger. Aunque no era la talla exacta, le sirvió. Aquella noche Perla no pudo evitarlo, se sentía atraída hacia aquel hombre misterioso. Entró a la habitación donde el ángel se encontraba adormilado y se deslizó en la cama. Él parecía completamente desconcertado ante los embates de besos y caricias de la muchacha, pero poco a poco comenzó a responder, primero torpemente y después con una pasión que él mismo no sabía que tenía; pero que encontró maravillosa.

Al otro día le despertó el delicioso olor a café que Perla preparaba en la cocina y de repente recordó la cuerda celestial que había conservado. Ahora sabía que nunca más la necesitaría pues había encontrado OTRO CIELO.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla