Instinto – Microcuento

Desde Twitter, @EstherMagar convocó a contar qué historia nos inspira esta imagen. Si se te ocurre algún relato déjamelo en los comentarios.

El perro pastor se interpuso con valentía entre sus ovejas y el peligro. Se turbó al sentir la mirada del licántropo sobre él, que despertó un instinto lobuno dormido por generaciones.

Entre ambos acabaron con el rebaño, no tuvieron piedad.

Autor: Ana Piera

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La Barca.

Y como aún no termina noviembre, les dejo este cuento inspirado en la siguiente imagen:

Pensé que la muerte era otra cosa: descanso, oscuridad, la nada; no este navegar extraño por la mansión inundada de mis padres, bueno, una versión de ella, porque aunque reconozco el lugar, no está exactamente como lo recuerdo. Hay cosas fuera de sitio, otras ausentes y una luz extraña, como la de un día tormentoso. Me lleva un barquero descarnado, su calavera blanca, que muestra todos los dientes, pareciera estar sonriendo.

Doy un último vistazo al estudio de mi padre, alcanzo a ver la escandalosa mancha de sangre y sesos que quedó en la pared. Siento una extraña satisfacción al imaginarlo entrar en su sitio más sagrado y encontrar este desastre. Nadie podía poner un pie ahí, ni siquiera mi madre que, con flores, trató alguna vez de opacar el obstinado olor a viejo y a tabaco; solo para que las rosas, jazmines y gardenias acabaran afuera, destrozadas, y ella, regañada y haciéndole prometer que jamás lo volvería a hacer. Cuando mamá murió, mi padre debió pensar bastante en ese momento, pues a partir de su fallecimiento, él llevaba una gardenia fresca al estudio y ahí la dejaba hasta que se marchitaba, entonces traía una nueva.

Navegamos con lentitud por el pasillo que desemboca en el hall. Desde la pared, mis antepasados, antes tan tiesos, me siguen con miradas de desaprobación. Mi madre ahora tiene una expresión aún más triste que antes y lágrimas en sus mejillas ajadas.

En el hall, el agua cubre por completo gran parte de la gran escalera de mármol y lame uno de los peldaños superiores, a partir de ahí está seco todo. El esqueleto baja de la barca con agilidad y hace ademán de que tome su huesudo brazo para salir también. Me resisto. Prefiero quedarme en la embarcación, pero al parecer no es opcional, pues este personaje, con un brusco movimiento que me toma por sorpresa, me iza y me acomoda entre sus brazos desprovistos de carne. El contacto de mi piel con sus huesos rígidos y fríos me estremece. Por primera vez pienso en lo que hice en términos de arrepentimiento. ¿Qué me espera?

Y ahí vamos, como recién casados, subiendo la escalera; solo que no hay risas ni miradas cómplices. La luz se va apagando, cae la noche eterna.

384 palabras.

Autor: Ana Laura Piera

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Colección de Relatos «Escribiendo a Hombros de Gigantes» homenajeando a Edgar Allan Poe.

Se acerca el día de difuntos y como complemento de cualquier plan a tono con las festividades, te propongo leer gratis la colección de relatos que el «Tintero de Oro» presenta en este 6to. número de su revista digital. Me siento muy orgullosa de haber participado en la modalidad «fuera de concurso» con el relato: «El Rey de los Idiotas»,que si no lo has leído lo puedes hacer dando clic AQUÍ. Está inspirado en el relato del gran maestro Poe «El Barril de Amontillado».

Para acceder a todos los relatos y de paso visitar El Tintero, da clic AQUÍ.

Ana Piera.

LA MUDANZA

Mi participación en el VadeReto de Octubre, lanzado por JascNet para crear una historia de miedo, te invito a que visites su blog y te enteres de las condiciones del reto y participes tú también. Más información al final del relato.

Con paso bamboleante de caminante primerizo, Santi entró a la nueva casa, para luego, tras apenas unos segundos, como si se hubiera arrepentido, salir corriendo. Tenía los ojos como platos y en la boca una mueca de angustia. Lo cargué y lo llené de mimos mientras le hablaba:

—Gordo, ¿Pero qué pasó? ¡Te va a encantar! ¡Mira, vamos a verlo todo! —. Le dije con entusiasmo y recorrí con él todos los rincones de nuestro nuevo hogar: las amplias y bien iluminadas habitaciones, la cocina, bien equipada. La sala de estar y el área de comedor aún desnudas de nuestras pertenencias. —Tendremos muy buenos momentos aquí. ¡Ya verás! Solo falta que terminemos de amueblarlo—. Lo dejé en el piso para que explorara a gusto y pensé que era extraño que en todo el recorrido no hubiera visto a mi esposo ni a los de la mudanza.

Más tarde, cuando lo encontré, Antonio me miró desolado:

—No llegó todo.

—¿En serio?

Enlistó lo que faltaba: nuestra cama matrimonial, algo de ropa, algunas cosas personales.

—¡Llamaré para demandarlos, se van a arrepentir! —dije con vehemencia y busqué mi teléfono en el bolsillo, pero no lo encontré. «¿Dónde está?» No recordaba cuándo ni en dónde lo había usado la última vez. Antonio se ofreció a llamarme desde su móvil, mas cuando quiso hacerlo tampoco encontró el suyo.

—Esos de la mudanza son unos ladrones. —dije encolerizada.

—Al menos sí llegó la cuna de Santi.

—¡Santi! —lo llamé, un poco preocupada, pues no lo había visto en un buen rato. Escuché sus pasitos venir a toda velocidad y de pronto, lo sentí abrazado a mis piernas con fuerza. Lo levanté del suelo y advertí que su cara estaba húmeda y sus ojos hinchados de llorar, lo extraño era que no lo hubiéramos escuchado. —Gordo, que no pasa nada. Es solo la casa nueva. —dije mientras le limpiaba las lágrimas.

Nos acomodamos lo mejor que pudimos. Tratamos de que Santi no extrañara demasiado, creímos que al ir desempacando las cosas queridas y familiares aquello mejoraría, pero no fue así. A menudo lo escuchábamos llorar y también, de la nada, salir corriendo asustado. Lo abrazábamos y consolábamos, pero ya empezaba a preocuparnos su comportamiento.

Yo había notado que, a veces, la casa se oscurecía, como si pasara una nube que tapara el sol por completo, pero cuando miraba hacia afuera, el sol estaba ahí, brillando sin impedimento. Aquel fenómeno no duraba mucho y la luz regresaba. Lo comenté con Antonio, quien dijo que eran figuraciones mías, pero algo en su voz me hizo pensar que no era sincero.

En una ocasión en que Antonio y Santi estaban jugando en el jardín trasero, la luz natural disminuyó otra vez, pero no se quedó a medias, aquella oscuridad parecía como boca de lobo. Dejé de escuchar las voces de mi familia y los ruidos normales de la casa. Sentí que no podía respirar, y al tratar de jalar aire, aspiré un polvo muy fino que me hizo toser hasta que sentí que el pecho me dolía. Curiosamente, con cada expectoración la luz parecía volver, de a poco. Cuando me di cuenta, sentí el abrazo de Antonio y la mirada ansiosa de Santi sobre mí.

—¿Qué pasó amor?

—No lo sé, no lo sé —dije temblando.

—Oímos que gritabas desesperada y luego tosías.

—Ya pasó, no es nada —mentí.

Otro día, vimos a Antonio caer y hacerse un ovillo en el piso. Al acercarme vi que abría y cerraba la boca, como un pez al que han sacado del agua, después estuvo tosiendo un buen rato. Cuando se recuperó, fuimos a hablarlo en el dormitorio, sobre la colchoneta que teníamos en vez de nuestra cama perdida y que aún no habíamos reemplazado.

—¿Se puede saber qué te pasó?

Le costó responder.

—Todo se puso oscuro y sentí que no podía respirar.

—Eso me pasó el otro día.

—¿Por qué no me lo dijiste? Algo está raro —dijo Antonio—. ¿Te has fijado que nunca vemos vecinos? Hace mucho que no vamos a trabajar y Santiago no ha ido a la guardería—. Se levantó violentamente—. ¿Dónde está el niño?

Encontramos a Santi en el jardín, sentado sobre el césped, jugando con sus juguetes. La luz del sol inundaba todo y se sentía un agradable calorcito. Fuimos y nos sentamos junto a él y por un momento se nos fue la angustia y nos olvidamos de las preguntas.

Los episodios de oscuridad se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Cada vez que pasaban, veíamos o sentíamos algo distinto: a veces rodábamos sobre la tierra, con piedras clavándose dolorosamente en nuestros cuerpos, otras, era como si las raíces de los árboles nos tuvieran sujetos y no nos pudiéramos escapar. Sabíamos que Santi veía y sentía cosas también, pues en medio de la rutina diaria se quedaba quieto y empezaba a llorar y a gemir lastimeramente. A veces, al cambiarlo de ropa, veíamos marcas de moretones en su pequeño cuerpo. Antonio y yo no podíamos dormir y estábamos muy angustiados.

La tarea de desempacar parecía no acabar nunca, y un día en que desenvolvía una caja con chucherías, me llamó la atención el papel de periódico que, estrujado, había servido de material de embalaje. Lo alisé con cuidado y me encontré frente a una foto de nosotros tres y una leyenda:

«La primera tragedia del otoño: Familia muere al desbarrancar su auto en la autopista 22E. El escabroso terreno hace imposible el rescate de los cuerpos».

Me quedé helada. Antonio se acercó a mí y antes de que pudiera yo ocultar aquella noticia infame, alcanzó a verlo también. Los dos nos miramos, y nuestras caras descarnadas y cuencas vacías se encontraron. Las tinieblas acabaron por instalarse en la casa y el pequeño Santiago dejó de ser un niño para volverse apenas un montoncillo de huesos en una esquina de aquel páramo terregoso.

Autor: Ana Piera

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Réplicas.

Mi participación en el VadeReto del mes de Septiembre, cuyo tema es un «puente» y según las instrucciones, en la historia debe aparecer este elemento arquitectónico, bien en su forma física o bien en su aspecto simbólico, y al menos una vez la palabra PUENTE.

Llegué a El Triunfo por accidente. Mi coche se descompuso en la carretera y tenía urgencia por llegar a destino y entregar la carga. De la guantera saqué una linterna y la Glock 25. La noche era fresca, así que extendí mi brazo a la parte trasera del automóvil y jalé mi chamarra de cuero, luego tomé la linterna, pero olvidé la pistola.

Tras una hora de caminata, me topé con un letrero en el camino indicando que me aproximaba a un poblado: «El Triunfo». Me adentré en un camino de terracería. Tras unos veinte minutos alcancé a ver las luces de un caserío, suspiré aliviado, pero al tocar las puertas de las humildes viviendas, las luces se apagaban y nadie abría. De nada me sirvió gritar hasta desgañitarme, el pueblo eran dos calles, y tras recorrerlas y no encontrar respuesta me fui a sentar frustrado bajo un zaguán. Si hubiera tenido conmigo mi revólver, los hubiera obligado a salir. Saqué un cigarro y me dispuse a esperar el alba. Trataba de tranquilizarme pensando en que la vía donde había dejado el carro era poco transitada y nadie se pondría a husmear, al menos por unas horas.

Con el amanecer vi salir de una casa al que resultó ser el panadero del pueblo. Se me quedó viendo con pena y me ofreció un pan de su bandeja. En otras circunstancias me hubiera hecho gracia ver a un hombre delgado como un palillo, usando una redecilla para el cabello, portando un delantal harinoso y un bigote a lo Charles Chaplin.

—¿Usted andaba tocando y gritando en la noche?

—Asentí mientras le daba una ansiosa mordida a un pan recién hecho.

—Perdone, no acostumbramos recibir visitas a esas horas.

Supuse que dada la insignificancia de aquel lugar, lo más acertado sería decir que nunca recibían visitas.

—Entiendo. ¿Hay alguien que me pueda ayudar? Mi carro se averió, lo dejé en la carretera, a una hora y media caminando. Me urge.

—Ahora mismo es muy temprano. Alrededor de las 11:00 se levanta Raymundo, ese le sabe a la mecánica, seguro le ayuda.

—Necesito a Raymundo ahora mismo. ¿Me puede indicar dónde vive?

El hombre me miró extrañado, pero me dio indicaciones. Fui a tocar a la puerta del «mecánico», mas no obtuve respuesta. El panadero pasó nuevamente por donde estaba yo.

—Le dije que se levanta a las 11.00 — murmuró recalcando cada palabra, y siguió su camino, sin prisas.

En contraste con la excesiva calma de aquel pueblo de mierda, sentí desesperación. El sol levantándose en el horizonte era un signo ominoso. Tenía que orinar en algún lado, así que caminé alejándome de las casas. Escuché un rumor de agua y me dejé guiar por el sonido. Iba pensando que El Triunfo era un nombre demasiado rimbombante para aquel pueblucho. Oriné bajo un árbol, muy cerca de la orilla de un río de caudal importante. Llamaron mi atención las ruinas de un puente bastante antiguo que se elevaba sobre el río, pero a medio camino se había desplomado. Al otro lado se veían los despojos del mismo puente, y luego, más allá, otro caserío. Me emocioné, quizás ahí podría encontrar alguien más dispuesto a auxiliarme.

Regresé y tras intentar sin éxito despertar a Raymundo, me encaminé a la casa del «principal» del pueblo, un hombre llamado Avelino Cruz. De nuevo, el panadero, quien parecía estar en todo, fue quien me informó sobre él:

—Es un hombre de baja estatura, pero este año fue elegido como la máxima autoridad, o «principal» de nuestro pueblo —detecté en su voz un dejo de envidia—. Le atiende en su casa, esa azul que se ve ahí, ya sabe, somos un pueblo pequeñito y nuestras mismas moradas fungen como edificios públicos o negocios.

Avelino me recibió muy serio en su comedor. En verdad resultó un hombre muy bajito, la expresión dura de su rostro hablaba de alguien con el que no se juega, curtido quizá por las burlas hacia su persona. Le expuse mi caso y le pedí que me dijera cómo llegar al otro poblado.

—No se puede llegar ahí. No hay forma, además, es un lugar maldito —dijo tajante. Sin querer, esbocé una sonrisa burlona.

Avelino me lanzó una mirada fulminante y continuó:

—Ese sitio se llama «La Falla» y nosotros mismos tiramos el puente que nos unía con él.

—¿Pero, por qué?

—Cuando se fundó «El Triunfo», el puente que vio ya existía, pero no «La Falla». Ese pueblo fue surgiendo conforme se iba construyendo el nuestro. ¿Me entiende?

—La verdad es que no…

—Mire, se construía una casa acá, pues al otro lado aparecía otra igual. No inmediatamente, tampoco veíamos a nadie allá trabajando, pero de repente aparecía la réplica exacta. Algunos de nosotros fuimos varias veces a investigar, pero aquello estaba desierto, sin rastro de nadie. Dejamos de ir, nos dio miedo. Luego, cuando «El Triunfo» ya estaba acabado, yo mismo me di una vuelta y efectivamente, allá aparecía todo lo que teníamos. Con el tiempo empezó a aparecer gente. Las mismas personas que habitábamos «El Triunfo», estaban ahí: había una maestra igualita a la nuestra, un doctor, los niños, yo mismo…

Suprimí la risa y traté de controlar mi cara, sin mucho éxito, pues Avelino se levantó súbitamente, como dando por terminada la conversación.

—¡Por favor! —supliqué—. Debo entregar algo muy importante y ya me detuve demasiado. Quizás en «La Falla» alguien me ayude.

Ahora fue él quien se rio en mis narices. Se sentó de nuevo y me miró como se mira a un niño al que hay que tenerle mucha paciencia.

—A pesar del temor, algunos de nosotros regresamos, y esas personas parecían no vernos a nosotros. Era como si fuéramos invisibles. Ellos tampoco intentaban pasar a nuestro pueblo, o quizás lo hacían y tampoco los veíamos.

El muy desgraciado ignoraba mi urgencia y seguía con el cuento, pero yo lo escuchaba porque al final también estaba un poco intrigado y no perdía la esperanza de obtener información útil.

—Observar a nuestros dobles resultó inquietante. Hubo gente que, tras pasar unas cuantas horas en «La Falla», regresaba a «El Triunfo», empacaba sus cosas y se iba para no volver jamás. Otros acabaron con alguna enfermedad mental. Así que todos decidimos tumbar el puente para no tener nada que ver con ese lugar. Ahora, respecto a su problema, Raymundo es el único que sabe algo de mecánica, es un alcohólico empedernido y empieza a reaccionar después de las 11.00 Usted tendrá que tener paciencia. Váyase a la casa de doña Consuelo, que está frente a la Plaza, a esta hora ella vende desayunos, tómese un café. ¡Ah! Y ya no haga barullo, por favor.

Salí muy consternado, pero no me iba a dar por vencido. Regresé al río y observé cada detalle para ver si había alguna forma de librarlo y alcanzar la otra orilla que distaba unos cuarenta metros. No había cómo, yo no nadaba muy bien y la corriente era fuerte. Frustrado fui a sentarme en el borde del puente colapsado y me quedé mirando hacia «La Falla» esperando ver a alguien y poder pedir ayuda.

Pasaron unos quince minutos cuando vi movimiento del otro lado: una persona se había sentado también en su respectivo borde de la malograda estructura. Emocionado, comencé a manotear tratando de llamar su atención y él hizo lo mismo, me paré y él me imitó, caí en cuenta que copiaba mis movimientos. Intrigado, fijé mi vista en él y algo extraordinario pasó, pues mis ojos se comportaron como el zoom de una cámara fotográfica y pude verlo hasta en el más mínimo detalle: llevaba ropa igual a la mía y en sus facciones distorsionadas me reconocí. Tenía incluso una cicatriz en la frente de la que yo alardeaba. Sus ojos tenían una mirada diabólica y sus labios esbozaban una mueca maligna que me dio escalofrío. Sus manos manchadas de sangre me recordaron el cuerpo sin vida que guardaba en el maletero de mi auto y que debía entregar a quien me pagaría una fortuna tras asegurarse de que ese pobre infeliz ya no le estorbaría. Se me hizo un nudo en el estómago. Sentí repugnancia de mí mismo, lloré y gemí sin control, una gran pena se había apoderado de mi ser. Nunca volví a ser el mismo.

Autor: Ana Laura Piera

Te invito a que te des una vuelta al blog Acervo de Letras para que sepas más del VadeReto y participes si lo deseas. Da clic AQUÍ

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Arrepentimiento – Microrrelato

La ominosa mancha se había extendido por la alfombra y comenzaba a escurrir hacia el piso. Él seguía creyendo que todo estaba bien, que ella se lo tenía bien merecido. La voz que habitaba en su cabeza no podía estar equivocada .

Siguió observándola y la ausencia de respiración, que ya no subía y bajaba sus pechos rotos, lo sumió en la oscuridad. Haciendo un gran esfuerzo bloqueó aquel susurro insistente, y por primera vez sintió algo parecido al arrepentimiento.

Una lágrima diminuta rodó de su cara hacia aquella boca abierta, congelada para siempre en una mueca de horror. Acercándose, le dio un apasionado beso en los labios y esperó alguna reacción. Nada. Pensó en otra estrategia y se puso a juntar los pedazos, quizás, si completaba aquel rompecabezas ella volvería a vivir.

Autor: Ana Laura Piera

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El Rey de los Idiotas.

Esta es mi participación en modalidad «fuera de concurso» para la convocatoria:

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El Barril de Amontillado fue uno de los cuentos que cuando lo leí de adolescente más me impresionó. Sirva esto como un pequeño y muy humilde homenaje a este autor. Quise contar la historia desde la perspectiva de la víctima, Fortunato. El lugar donde se desarrolla la historia y los personajes son los mismos que en el magnífico cuento de Poe. (Espero que no me venga a jalar los pies enojado).

La borrachera se me bajó de golpe. ¡Ese traidor de Montresor me había llevado a una trampa!

Me estremecí y sacudí las cadenas con toda la fuerza que mi instinto de supervivencia logró convocar en un vano intento por zafarme. La antorcha que llevaba en mi mano había caído al piso y Montresor la había tomado. Me hablaba, pero toda mi atención estaba puesta en sus manos, que, industriosas y ágiles, trabajaban en conjunto, poniendo hilada tras hilada de piedra frente a mí. Cada línea levantada me iba robando de a poco la claridad.

La ofensa vino a mi mente como un relámpago. Recordé que días atrás, pasados de copas, había yo hecho algunos comentarios burlescos sobre su poca pericia para comprar vinos, aunque él se preciaba de ser un conocedor. Yo sabía de buena fuente que muy a menudo los charlatanes le daban gato por liebre. Recordé la nube de mal tiempo que, por unos segundos, ensombreció su rostro. Después seguimos bebiendo y nos olvidamos del asunto, o eso creí.

Con engaños y con el pretexto de que tenía un barril de vino amontillado me abordó durante el carnaval y me trajo a las catacumbas de su familia. Ahí guardaban, entre despojos de varias generaciones de Montresors, algunos de sus mejores vinos, a los que les hacía bien el frío y la humedad del lugar. Tenía yo mucha curiosidad por ver si en efecto se trataba de amontillado, ya que era casi imposible encontrarlo en esa época del año. Lo más seguro era que lo hubieran engañado y ya tendría yo otra ocasión de burlarme de su nula pericia como catador. Era mi amigo, pero detestaba cuando se ponía pretencioso.

Noté que mi mente daba bandazos entre la resignación y la angustia. De repente, sin pedir permiso, de mi pecho salieron los más horripilantes gritos al darme cuenta de que el desgraciado me había condenado a una muerte lenta y cruel. Me tomó por sorpresa que, emulándome, él empezó a gritar con una enjundia sobrenatural que me hizo dudar de mi condición de vivo. Quizás, me encontraba ya frente al mismo demonio, recibiéndome en las puertas del averno. Callé.

Uno nunca sabe cuando será la última vez que hacemos algo. Despertamos, pero seguimos dormidos, mecidos por la rutina sin pensar que ese puede ser nuestro postrer día. Yo debí haberle dado un beso en la boca a mi mujer, en vez del casto beso en la frente que siempre intercambiábamos por las mañanas. Y a Luca, ¡Por Dios, Luca! A él le hubieran venido bien algunos consejos y un abrazo especialmente fuerte. Miré con tristeza el creciente muro de piedras que me robaría la oportunidad de conocer a mis nietos. Sin mucha esperanza, dejé escapar una risa ahogada y le pedí, le supliqué que terminara con la broma. Él me siguió la corriente sin dejar su labor.

Hay que ver los absurdos pensamientos que lo asaltan a uno ante la inminente muerte, me di cuenta de que mi disfraz de payaso, escogido a las prisas para el carnaval, se convertiría en la grotesca mortaja para mis pobres huesos. Mi mausoleo, cuidadosamente preparado, quedaría vacío. ¿Qué pensaría mi familia de mi desaparición? Me derrumbé sobre mí mismo y sentí cómo se clavaba, lacerante, la cadena alrededor de mi cintura. Quedé colgado a medias sin tocar el suelo.

De repente, se hizo la luz en el pequeño nicho donde estaba yo prisionero. Montresor había metido una de las antorchas por el último hueco y me llamó por mi nombre:

—¡Fortunato!, ¡Fortunato!

Moví los labios, pero mi voz me había abandonado. Vi cuando colocó la piedra que faltaba, sellando mi destino. La antorcha agonizante proyectó las últimas sombras en aquella tumba improvisada hasta que reinó la oscuridad. ¡Qué bien me hubiera sentado que el dichoso amontillado hubiera sido real y no solo el pretexto para llevarme a la muerte! Un pensamiento: «Fortunato, eres el rey de los idiotas», retumbó en mi mente. Comencé a sentir la falta de aire…

Pasó un tiempo hasta que me sentí ligero y pude al fin traspasar la pared de piedras y la muralla de huesos que ahora sellaban el lugar donde se descomponía mi cuerpo. Mi primer impulso fue buscar la salida de las catacumbas, de alguna extraña forma, pude orientarme en la oscuridad de aquel laberinto. Confiado, intenté traspasar la puerta, como lo había hecho antes, pero no pude, algo me detenía. Las innumerables voces, como fríos suspiros, susurraron en mi oído que aquello era imposible. «Ahora eres uno de nosotros».

«¿Alguno de ustedes sabe si hay por aquí un barril de amontillado?»

Autor: Ana Laura Piera

La Caja – Microrrelato

Mi participación en el reto de Lidia Castro «Escribir Jugando»: Hacer un relato no mayor a cien palabras inspirado en la carta, que incluya el elemento del dado (interrogante/duda) y opcional que aparezca algo relacionado con la flor aspen (chopo / álamo tembloroso). Flor de Bach indicada para aquellas personas que tienen miedo a lo desconocido.

Da clic en la imagen para que te lleve al blog de Lidia Castro

Una vez en el desván, el ruido la alertó. Hizo un mohín y buscó la caja que encontrara un día en el bosque. La abrió y aquello parecía un hervidero de hormigas: hombres, mujeres y niños diminutos intentaban trepar por las paredes de cartón y amenazaban con desbordarla. No recordaba que hubiera tantos. Sus pequeños, ridículos, rostros reflejaban todos los estados de ánimo: cólera, indignación, desesperación… Le entró la duda sobre qué hacer. Cerró el paquete bruscamente y decidió enterrarlo bajo el álamo temblón. Arrancó un poco de aspen y la colocó sobre esa improvisada tumba. Se alejó silbando.

99 palabras sin contar el título.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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EL EMPRESARIO – Microrrelato.

Dorian estaba muy orgulloso de sí mismo y agradecía a la vida ser alguien tan ordenado y sistemático, sin duda eso le había ayudado a la hora de montar la fábrica. Un estruendo se escuchó y la monstruosa maquinaria inició operaciones. Se puso sus anteojos para observar mejor a sus robots operarios alimentar con cuerpos humanos sin vida, a aquella bestia metálica.

El producto final eran unas adorables galletitas del tamaño de una moneda espolvoreadas con fina azúcar.

Un pensamiento feliz lo invadió: sin duda merecía una recalificación por parte de la institución mental de donde se había fugado: de psicópata a empresario ecologista, (por aquello del reciclaje). Tomó una de las galletas y se alejó comiéndola alegremente.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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«CACHITO»

Photo by Nick Bolton on Unsplash

Entró el viejo Jacinto a la estancia y se encontró con su nieto Santiago, de ocho años, inmóvil en medio de la habitación. Tenía la mirada fija y envuelta en nubes grises, como en trance. Temiendo una desgracia, salió en busca de «Cachito». Se lo encontró con el morro ensangrentado metido dentro de una gallina. Al sentir la presencia del hombre, el perro mestizo levantó la mirada como brasas de fuego, y enseñando los colmillos le gruñó amenazadoramente. Un collar de perlas rojas se deslizó del hocico hasta el suelo polvoriento haciendo un charco. Con paciencia, Jacinto comenzó a llamarle por su nombre en tono tranquilizador y esperó a que el animal se calmara un poco.

Siempre sucedía: su voz de viejo le amansaba lo suficiente hasta que el perro se dejaba amarrar una cuerda al cuello para llevarlo de regreso a casa. Esa vez el hombre lo ató a un árbol cercano y siguió el rastro de destrucción que había dejado el animal y que llevaba hasta la finca del vecino: entre sangre y tripas aparecían varias gallinas mutiladas: a algunas les había arrancado la cabeza, a otras les abrió el vientre y comió el corazón. De lejos vio acercarse a Ramiro, su vecino, con un fusil entre las manos.

—Te pido una disculpa Ramiro. Te las pagaré —se adelantó el viejo.

—Claro que lo harás Jacinto, y de una vez te advierto: o matas tú a ese animal del demonio o lo mato yo —dijo Ramiro tratando de controlar su exaltación.

—Yo me encargo, Ramiro.

Al regresar Jacinto a su rancho, se encontró a Santiago despierto. El niño, al ver a «Cachito» corrió a abrazarlo y ambos rodaron por el suelo jugando. No se distinguía dónde empezaba uno y dónde acababa el otro, mezclándose piel morena y negro pelaje como en una pelota viviente. Jacinto se sirvió un mezcal y fue a sentarse pesadamente en un sillón. Recordó que ambos, niño y perro habían nacido la misma noche, el mismo día, y que la luna caprichosa los había envuelto en el mismo manto blanquecino. Las madres de ambos desgraciadamente habían perecido en el parto y él tuvo que hacerse cargo de los recién nacidos. Parecían destinados a ser compañeros en la vida, pero tras el último desastre con las gallinas (ya antes había habido otros), Jacinto decidió regalar el perro al hombre que venía mensualmente de la ciudad vendiendo fertilizantes para la milpa.

—¿Y por qué lo regala Don?

—Ya tenemos muchos animales acá. ¿Lo vas a querer o no?

Y así, «Cachito» salió del pueblo y de la vida de Santiago y del abuelo Jacinto y se fue a vivir con Adrián quien lo puso a malvivir en un diminuto patio trasero. Invariablemente, en mitad de la noche, «Cachito» exhibía un comportamiento extraño: aullaba y daba vueltas en círculo como si fuera un rehilete. Adrián salía a darle de patadas hasta que el animal se calmaba. Con el tiempo el perro dejaba de aullar en cuanto veía venir a su nuevo dueño; eso a veces lo eximía del castigo, pero no siempre.

Una tarde, Adrián llegó con una muchacha y encadenó al perro para que no diera lata. Esa noche, al intentar dar vuelta sobre sí mismo el perro se enredó con la cadena y estuvo a punto de asfixiarse. Ya tenía los ojos rojos, inyectados de sangre y a punto de salírsele de las órbitas, cuando con una fuerza impropia para un perro de su tamaño terminó por romperla. Al mismo tiempo, en su rancho, Jacinto no podía dormir. Se levantó para servirse un poco de agua y se encontró a Santiago de pie, otra vez inmóvil y ausente, con la mirada perdida. El viejo comenzó a temblar.

«Cachito» se las había arreglado para entrar en casa de Adrián y sorprendiéndolo en la cama se había ido directo a la yugular de la que ya manaba un río de tibia sangre. Junto a él aparecía su compañera en turno, a ella le había comido la cara y arrancado el corazón.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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