EL ENCANTADOR DE AUTOS

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Aquel era mi primer día de trabajo en el estacionamiento del centro comercial. Llegué cuando el sol caía a plomo, pero el viento insistente, cual caricias, me refrescaba el cuerpo. Me sentía perdido, pero uno que apodaban “el borrego” se acercó a mí y me dijo amablemente lo que tenía que hacer, cómo hacerlo y además me presentó a los compañeros.

Ser lavador de autos es un asunto ingrato. Laborar bajo el sol ardiente no es fácil y luego los clientes nos tratan mal, o nos quieren pagar menos si ven alguna falla. Vamos todos vestidos con horribles camisas naranja chillón y tenis a juego. El pantalón invariablemente es un jean propio que todos destinamos para ello: el más desgastado de nuestro pobre guardarropa.

El borrego sin embargo, parecía disfrutar mucho la faena. Era un hombre algo mayor, bajito y simpático. El apodo se lo habían puesto después de que platicara muy emocionado que un tío le heredaría una “lana”, o sea, un dinero, pero el hombre al morir, heredó a otra persona. Las burlas y chistes dieron origen al apodo: “el borrego”. Se le veía lavar vehículos con interés, los trataba, no como seres inanimados, sino como si tuvieran personalidad y eso me llamó la atención.

—Los carros dicen mucho de sus dueños—, me dijo mientras lavaba uno compacto color cereza con vidrios polarizados de baja calidad—, este me dice que el dueño es un Don Juan con pocos recursos. Los asientos están manchados de pasión, el piso tapizado de latas de cerveza y uno que otro condón tieso.

Me dio mucha risa y desde entonces, cuando coincidíamos me acercaba a él para trabajar juntos. Un día estábamos lavando una camioneta de lujo. El borrego parecía acariciarla como si se tratase de una mujer.

—Esta pobre me dice que tiene una vida cómoda pero aburrida. Deja a los niños en la escuela, va por ellos, hace súper, deja a su dueña en el café con las amigas. Muy monótono. La única vez que tuvo emoción fue un día que de reversa, dobló un poste municipal—. Me señaló un golpe que tenía la camioneta detrás.

—Este es de un cura —, me dijo con ojos traviesos mientras lavábamos un auto deportivo color rojo. El hombre es todo un gigoló. Predica con fuerza, regaña y no tolera llantos de bebés o ruidos fuera de lugar. Saca a la gente de la iglesia en medio del sermón si algún detalle no le parece. Pero en su tiempo libre vive pasiones que se contradicen a su condición. Supongo que su jefe —señaló al cielo—, es más tolerante con él, de lo que es él mismo con sus feligreses. Me pareció muy aventurada su opinión, pero al fijarme en los detalles observé dentro una sotana, un gazné de esos que usan los señores muy elegantes y un estuche de lentes caros.

Un día llegué y no me lo encontré. Alguien me dio una nota de su parte: “Querido Luis, he llegado a apreciarte, eres un muchacho muy noble. Quiero que sepas que una modesta camionetita me dijo que deseaba huir. La trataban con desprecio pues era el recuerdo de alguien no muy grato para su dueño. Las llaves estaban puestas, así que me fui en ella. Sé que está mal pues estoy tomando algo que no es mío, pero créeme, no podía dejar a la pobre en manos de un maltratador. Espero arreglarla y tratarla como se merece. Cuídate mucho”.

Nunca alcancé el nivel que tenía mi amigo para entender a los autos. Pero los trato con respeto como él me enseñó. Ahora mismo le doy su lavadita a un Volkswagen, de esos que ya no se ven, con placas de colección, una verdadera reliquia. Me dice que tenga cuidado con su pintura, sus molduras y sus gomas o me las veré con su dueño que es un mamón insufrible.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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