LA TRAICIÓN

O CON EL AMOR NO SE JUEGA…

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En algún lugar lo había leído, o acaso fue el tema de una película, o tal vez un videojuego que jugó en casa de algún amigo. El caso es que la idea le retumbaba en el cerebro desde entonces. Era una idea loca, sucia, imposible. Pero no podía evitar sentir una curiosidad malsana que lo llevó a dar el primer paso.

Ocurrió en el baño, mientras se cortaba las uñas, actividad despreciable, más necesaria. Ya en alguna ocasión casi le había sacado un ojo a un compañero de la escuela con sus uñas demasiado largas. Igual que cuando pelaba manzanas y lograba una roja espiral continua y sin cortes, le satisfacía enormemente obtener un recorte perfecto de la uña sin arruinar la característica forma de media luna. Aquella ocasión no tiró las lunitas a la basura, cuidadosamente las juntó y las guardó.

Otro día en que lo llevaron a la peluquería, aprovechó una distracción del peluquero y que su madre estuviera leyendo una revista de chismes para hacerse de unos mechones de su propio pelo. Con un rápido movimiento, digno de un carterista se guardó en una bolsa del pantalón los húmedos cabellos. Una niña de largo pelo rubio recién liberado de una cola de caballo, se le quedó mirando extrañada, pero él le sacó la lengua, lo que bastó para que la niña, ofendida, volteara para otro lado.

Como si el universo conspirara para hacerle las cosas más fáciles, cayó enfermo de gripe. Se la pasó moqueando por tres días y sin que nadie se diera cuenta, guardó en un frasquito los líquidos viscosos y burbujeantes que sacaba por la nariz. Después de eso consiguió más frascos para guardar otras cosas, entre ellas un buen pedazo de mierda, costras de heridas forzadas a desprenderse a la fuerza, pestañas, cerilla de los oídos etc. Cuando sintió que tenía bastantes muestras decidió dar el siguiente paso.

Fue un acierto quedarse solo en casa aquella tarde alegando dolor de estómago mientras los demás salían a comprar helados y pasear por el centro. Si hubiera habido gente en la casa los hubiera alertado el asqueroso olor que despedían las muestras una vez destapadas y mezcladas en un recipiente de vidrio tomado de la cocina. No estaba seguro de qué hacer, pero le pareció apropiado intentar con el microondas. El calor tal vez serviría para despertar a la vida a aquella masa informe y maloliente. Programó el aparato en la potencia más alta por un minuto. Lo que siguió fue una sucesión de pequeñas explosiones y crujidos, salpicaduras al interior del micro y un olor a mierda horneada que lo hizo pensar por primera vez si lo que estaba haciendo no era una locura. Sacó con cuidado el recipiente y observó el contenido: se entusiasmó al ver que una parte se había levantado como cuando se esponja un pastel. ¡Un hálito de vida!—pensó. Más luego se abrió una burbuja en la superficie por donde salió un gas nauseabundo al mismo tiempo que su creación se desinflaba.

Quedó devastado, pero no se dio por vencido. Siguió juntando excrecencias: orina, lagañas, lo que se acumula entre los dedos de los pies cuando no te bañas por varios días. Se le ocurrió que debía mezclarlo con algo para unirlo a la cadena de la vida, así que agregó tierra y agua a la mezcla y lo puso al horno, aunque ahora al horno tradicional. Igual que la vez anterior, escogió un día cuando se encontraba solo. Todos habían ido a ver los abuelos, y él se excusó diciendo que tenía tareas. Por si las moscas abrió todas las ventanas de la casa y tenía en la cocina cloro, escoba y trapeador listos en caso de un posible desastre. Después de poner la mezcla en el horno por algunos minutos, la masa comenzó a levantarse, primero muy sutilmente, luego fue levantándose más y tomando forma, forma humana. Acabó horneando una réplica de sí mismo, muy pequeña, no pasaba de 20 centímetros, pero le impactó el parecido. Era como una galleta extraña aunque podía reconocer sus facciones en ella. La tomó y borró sus rastros.

Se llevó la “galleta” a su habitación. La emoción del día lo rindió y cayó en un sueño profundo. Había puesto a su gemelo debajo de la cama. Soñó que de alguna forma extraña cobraba vida y se encontraba frente a él, ahora con un tamaño mayor y lo miraba fijamente. Pero dentro del sueño, presintió algo: el sueño ya no era sueño, era la realidad. Abrió los ojos y ahí estaba su réplica, viva, respirando y latiendo… esperando algo. Ya no podía esconderla debajo de la cama, así que la metió en el clóset y cerró con llave. Supo que tenía entre manos algo muy especial.

Aprendió a sacarle provecho: se encerraba en su cuarto y le ordenaba que hiciera sus tareas. Aquel ser las hacía, no con excelencia, sino al mismo nivel con que las hubiera hecho él mismo. Era perfecto en su imperfección. Lo vistió con su ropa y lo envío a la escuela, él se quedaba descansando. Sus padres salían temprano y nadie descubrió el engaño. Comenzó a pedirle cosas: “tráeme esto”, “haz aquello”. Se sentía como un rey con su esclavo. Un día, su gemelo besó a Daniela, una de las niñas más feas del salón y fue el hazmerreír de todos. Se enteró por las redes sociales y estaba en shock, sobre todo porque había fotos circulando.

Nuevamente se aseguró de estar solo en casa para regañarle e incluso lo amenazó con quitarle la vida. Su clon no decía nada, le escuchaba sin expresión, solo el movimiento provocado por su respiración indicaba que estaba vivo, oyéndolo. La primera cuchillada lo tomó por sorpresa, alcanzó a ver que su réplica alzaba la mano para propinarle una más… la definitiva.

El joven Frankenstein se deslizó en la muerte mientras su creación lo metía en una caja de plástico donde guardó el cuerpo y le vació una botella de ácido. Limpió muy bien cualquier rastro de lo sucedido y se llevó la caja a enterrar a un lugar lejano. Después asumió por completo la personalidad de su hacedor. La pasión por Daniela había resultado ser mucho mayor a su lealtad. Con el amor no se juega.

AUTOR: Ana Laura Piera (Tigrilla)

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